Un riesgo que tomar

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Elisa Marciaga

Nota del editor

El siguiente texto es un relato vivencial íntimo que muestra en primera persona la desgarradora travesía de una inmigrante por el Tapón del Darién.

¿De verdad vale la pena arriesgarse por algo incierto? No es una pregunta que uno se haga con frecuencia, pero a veces las circunstancias nos ponen al filo de una difícil decisión.

Vienen a mi memoria las noches que pasé en el suelo húmedo, rodeada de personas que podían padecer alguna enfermedad contagiosa, estafadores que se aprovechaban de mi desesperación para quitarme lo poco que llevaba, y los comentarios sobre abusos y maltratos a niños y mujeres en el trayecto. Sí, cruzar las 575 000 hectáreas del Tapón del Darién es el infierno en la Tierra, uno que yo, a los 27 años, experimenté.

Existe una desinformación enorme con respecto a este tema. Muchos se lanzan al vacío sin saber bien qué les espera, o porque otros hacen ver la travesía como poco riesgosa. "El que quiere puede" o "Yo sí aguanto, seguro que lo logro", es lo que seguro escucharás decir a más de uno.

Hay diferentes rutas para cruzar la selva del Darién. Yo partí desde Colombia y decidí llegar al municipio antioqueño de Necoclí, luego al embarcadero en el golfo de Urabá, y más tarde a Capurganá, para finalmente alcanzar el pueblo de Canaán, en Panamá.

Tenía unos 200 dólares para el viaje, pero al final uno termina pidiendo limosna o vendiendo algo de lo que lleva para obtener más dinero durante el camino.

Recuerdo que al llegar a Necoclí, la mayoría de la gente se alejaba de mí, como si fuera una plaga; otros me miraban con lástima y pesar. También están aquellos que buscan la manera de sacar provecho de la situación. Allí, dos empresas de embarcaciones privadas trasladan a migrantes diariamente a un costo de 40 dólares, un negocio muy lucrativo.

Arribé a Capurganá en bote y de allí me trasladaron a un albergue. Hay quienes se hacen llamar “solidarios”, pero esa solidaridad se acaba cuando esa acción amenaza el negocio. Al llegar, piden pagar cierta cantidad de dinero, lo cual incluye un boleto, un brazalete para poder pasar y el uso de la lancha; pero si falta algo, imponen una multa.

En la selva del Darién, dormí con miedo de ver cualquier animal o ser atacada por uno. Rodeada de muchos árboles, caminos empinados y lodosos, había niños llorando por falta de comida o por algún malestar. Personas que dejaban su equipaje en mitad del camino porque era demasiado pesado. Cruzar los ríos caudalosos y profundos es lo que más terror causa; padres con niños en la espalda, muchos de ellos recién nacidos.

Mientras avanzábamos, el guía continuaba su camino; si alguien se quedaba atrás, estaba perdido. Encontramos carpas con personas dentro durante el trayecto, muchas de ellas muertas y otras heridas.

Llegar al albergue de Canaán en Panamá fue un alivio, a pesar de que el control de los funcionarios del Servicio Nacional de Fronteras es estricto con los recién llegados.

Al principio afirmé que era algo incierto porque las dificultades no terminan ahí. Después de establecerse en un lugar, pueden aparecer otros problemas, tales como trámites, papeleos y demás para poder quedarse, conseguir un trabajo y lograr estabilidad. Muchos emprenden esta experiencia con la esperanza de nuevas oportunidades y una mejor calidad de vida, pero lamentablemente pocos llegan a encontrarlas.

Cierta parte de ti muere después de la travesía. Solo quedarán los recuerdos de aquel recorrido y el esfuerzo por seguir adelante, tratando de pensar en aquellos sucesos sin derramar lágrimas. Cada persona que cruza el infierno del Tapón del Darién tiene una historia diferente que contar.

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